viernes, 13 de septiembre de 2019

Disfruta de un fragmento de "Mujercitas", de Louisa May Alcott

NAVIDAD no será Navidad sin regalos ‐murmuró Jo, tendida sobre la alfombra.  
‐ ¡Es tan triste ser pobre! ‐suspiró Meg mirando su vestido viejo. 
‐No me parece justo que algunas muchachas tengan tantas cosas bonitas, y otras nada ‐añadió la pequeña Amy con gesto displicente. 
‐Tendremos a papá y a mamá y a nosotras mismas, dijo Beth alegremente desde su rincón.   
Las cuatro caras jóvenes, sobre las cuales se reflejaba la luz del fuego de la chimenea, se iluminaron al oír las animosas palabras; pero volvieron a ensombrecerse cuando Jo dijo tristemente:   
‐No tenemos aquí a papá, ni lo tendremos por mucho tiempo.   
No dijo “tal vez nunca”, pero cada una lo añadió silenciosamente para sí, pensando en el padre, tan lejos, donde se hacía la guerra civil.   Nadie habló durante un minuto; después dijo Meg con diferente tono:   
‐Saben que la razón por la que mamá propuso que no hubiera regalos esta Navidad fue porque el invierno va a ser duro para todo el mundo, y piensa que no debemos gastar dinero en gustos mientras nuestros hombres sufren tanto en el frente. No podemos ayudar mucho, pero sí hacer pequeños sacrificios y debemos hacerlos alegremente. Pero temo que yo no los haga ‐y Meg sacudió la cabeza al pensar arrepentida en todas las cosas que deseaba.   ‐Pero pienso que el poco dinero que gastaríamos no ayudaría mucho. Tenemos un peso cada una, y el ejército no se beneficiaría mucho si le diéramos tan poco dinero. 
Estoy conforme con no recibir nada ni de mamá ni de ustedes, pero deseo comprar Undine y Sintran para mí. ¡Lo he deseado por tanto tiempo! ‐dijo Jo, que era un ratón de biblioteca.   
‐He decidido gastar el mío en música nueva  ‐dijo Beth suspirando, aunque nadie la oyó excepto la escobilla del fogón y el asa de la caldera.   
‐ Me compraré una cajita de lápices de dibujo; verdaderamente los necesito ‐ anunció Amy con decisión.   
‐Mamá no ha dicho nada de nuestro propio dinero, y no desearía que renunciáramos a todo. Compremos cada una lo que deseamos y tengamos algo de diversión; me parece que trabajamos corno unas negras para ganarlo ‐ exclamó Jo examinando los tacones de sus botas con aire resignado.  
 ‐ Yo sé que lo hago dando lecciones a esos niños terribles casi to‐do el día, cuando deseo mucho divertirme en casa ‐dijo Meg quejosa.   
‐No hace la mitad de lo que yo hago  ‐repuso Jo  ‐. ¿Qué te parecería a ti estar encarcelada por horas enteras en compañía de una señora vieja, nerviosa y caprichosa, que te tiene corriendo de acá para allá, no está jamás contenta y te fastidia de tal modo que te entran ganas de saltar por la ventana o darle una bofetada?  
‐Es malo quejarse, pero a mí me parece que fregar platos y arreglar la casa es el trabajo más desagradable del mundo. Me irrita y me pone tan ásperas y tiesas las manos que no puedo tocar bien el piano ‐y Beth las miró con tal suspiro, que cualquiera pudo oír esta vez.   
‐No creo que ninguna de ustedes sufra como yo ‐gritó Amy‐; porque no tienen que ir a la escuela con muchachas impertinentes, que las atormentan si no llevan la lección bien preparada, se ríen de nuestros vestidos, defaman a nuestro padre porque no es rico y nos insultan porque no tienen la nariz bonita.   
‐Si quieres decir difamar dilo así, aunque mejor sería no usar palabras altisonantes  ‐ dijo Jo, riéndose.   
‐Yo sé lo que quiero decir, y no hay que criticarme tanto. Es bueno usar palabras escogidas para mejorar el vocabulario ‐respondió solemnemente Amy.   
‐No disputen niñas: ¿no te gustaría que tuviésemos el dinero que perdió papá cuando éramos pequeñas, Jo? ¡Ay de mí! , ¡qué felices y buenas seríamos si no tuviésemos necesidades! ‐dijo Meg, que podía recordar un tiempo en que la familia había vivido con holgura.   
‐Has dicho el otro día que, en tu opinión, éramos más felices que los niños King, porque ellos no hacían más que reñir y quejarse continuamente a pesar de su dinero.   
‐Es verdad, Beth; bueno, creo que lo somos, porque, si tenemos que trabajar, nos divertimos al hacerlo, y formamos una cuadrilla muy alegre, según Jo.   
‐¡Jo habla en una jerga tan chocante! ‐observó Amy, echando una mirada crítica hacia la larga figura tendida sobre la alfombra.   Jo se levantó de un salto, metió las manos en los bolsillos del delantal y se puso a silbar.   
‐No hagas eso, Jo, es cosa de chicos.   
‐Por eso lo hago.   
‐Detesto a las muchachas rudas, de modales ordinarios.   
‐Y yo aborrezco a las muchachas afectadas y pedantes.   
‐"Pájaros en sus niditos se entienden" ‐cantó Beth la pacificadora, con una expresión tan cómica que las dos voces agudas se templaron en una risa, y la riña terminó de momento.   
‐Realmente, hijas mías, ambas merecen censura ‐dijo Meg poniéndose a corregir a sus hermanas con el aire propio de hermana mayor. 
‐. Tienes ya edad, Jo, de dejar trucos de muchachos y conducirte mejor. No importaba tanto cuando eras una niña pequeña, pero ahora que eres tan alta y te has puesto moño, deberías recordar que eres una señorita.   
‐¡No lo soy! ¡Y si el ponerme moño me hace señorita, me arreglaré el pelo en dos trenzas hasta que tenga veinte años!  ‐gritó Jo, quitándose la red del pelo y sacudiendo una espesa melena de color castaño  
‐. Detesto pensar que he de crecer y ser la señorita March, vestirme con faldas largas y ponerme primorosa. Ya es bastante malo ser chica, gustándome tanto los juegos, las maneras y los trabajos de los muchachos. No puedo acostumbrarme a mi desengaño de no ser muchacho, y me‐nos ahora que me muero de ganas de ir a pelear al lado de papá y tengo que permanecer en casa haciendo calceta como una vieja cualquiera  ‐y Jo sacudió el calcetín azul, el color del ejército, hasta sonar todas las agujas, dejando rodar el ovillo hasta el otro lado del cuarto.   
‐ ¡Pobre Jo! Lo siento mucho, pero no podemos remediarlo; tendrás que contentarte con dar a tu nombre forma masculina y jugar a que eres hermano nuestro ‐ contestó Beth acariciando la cabeza tosca puesta sobre sus rodillas, con una mano cuyo suave tacto no habían logrado destruir todo el fregar de platos y todo el trabajo doméstico.   
‐En cuanto a ti, Amy  ‐dijo Meg  ‐, eres demasiado afectada y presumida. Ahora tus modales causan gracia, pero llegarás a ser una persona muy tonta si no tienes cuidado. Me gustan mucho tus modales agradables cuando no tratas de ser elegante, pero tus palabras exóticas son tan malas como la jerga de Jo.   
‐Si Jo es un muchacho y Amy algo afectada, ¿qué soy yo, si se puede saber? ‐preguntó Beth dispuesta a recibir su parte de la reprimenda.   
‐Tú eres una niña querida, y nada más  ‐respondió Meg calurosamente y nadie la contradijo, porque el "ratoncito" era la favorita de la familia.   
Como nuestros lectores jóvenes querrán formarse una idea del aspecto de nuestras heroínas, aprovecharemos para trazar un dibujo de las cuatro hermanas ocupadas en hacer calceta en un crepúsculo de diciembre, mientras fuera caía silenciosamente la nieve y dentro de la casa chisporroteaba alegremente el fuego. 
El cuarto era agradable, aunque la alfombra estaba algo descolorida y los muebles eran de una simplicidad severa; buenos cuadros colgaban de las paredes, en los estantes había libros, florecían crisantemos y rosas de Navidad en las ventanas, y por toda la casa flotaba una atmósfera de paz.   Margaret o Meg, la mayor de las cuatro chicas, tenía dieciséis años; era muy bonita, regordeta y rubia; tenía los ojos grandes, abundante pelo castaño claro, boca delicada y unas manos blancas, de las cuales se vanagloriaba un poco. 
Jo, que tenía quince años, era muy alta, esbelta y morena, y le recordaba a uno un potro; nunca parecía saber qué hacer con sus largas extremidades, que se le atravesaban en el camino. Tenía la boca decidida, la nariz respingada, ojos grises muy penetrantes, que parecían verlo todo, y se ponían alternativamente feroces, burlones o pensativos. Su única belleza era su cabello, hermoso y largo, pero generalmente lo llevaba descuidadamente recogido en una redecilla para que no le estorbara; los hombros cargados, las manos y los pies grandes y un aire de abandono en su vestido y la tosquedad de una chica que se hacía rápidamente mujer a pesar suyo. 
Elizabeth o Beth tenía unos trece años; su cara era rosada, el pelo liso y los ojos claros; había cierta timidez en el ademán y en la voz; pero una expresión llena de paz, que rara vez se turbaba. Su padre la llamaba "Pequeña Tranquilidad", y el nombre era muy adecuado, porque parecía vivir en un mundo feliz, su propio reino, del cual no salía sino para encontrar a los pocos a quienes amaba y respetaba. Aunque fuese la más joven, Amy era una persona importantísima, al menos en su propia opinión. Una verdadera virgen de la nieve; los ojos azules, el pelo color de oro, formando bucles sobre las espaldas, pálida y grácil, siempre se comportaba como una señorita cuidadosa de sus maneras.   
El reloj dio las seis, y después de limpiar el polvo de la estufa Beth puso un par de zapatillas delante del fuego para calentarlas.  
Después de la lectura
1. Caracteriza a las Mujercitas en su
a. Apariencia física.
b. Personalidad.
c. Aspecto social.
2. Escribe tu opinión sobre la expresión de Meg "es tan triste ser pobre". Pide al siguiente participante su opinión sobre otros aspectos del fragmento.
3. ¿Se puede pensar que las niñas sufrían en su época lo que actualmente conocemos como bulling?