Los árboles se despertaron antes que el sol sacara los brazos
del horizonte. Ni el canto del corochiré, ni las corridas del venado, ni las
cosquillas del rocío en las nervaduras de las hojas, fueron la causa. Tampoco
las disputas de los loros o la acechanza del cazador: algo más siniestro se
cernía sobre la calma del monte.
Con
los ojos chorreando sueño escucharon el tronar de los motores, como un presagio
de malos tiempos. Los golpes iniciales, liberando la leche de las cortezas,
provocaron la alarma del palo santo y la indignación de los coronillos.
Nuevamente estaban allí, los hombres.
Un estremecimiento recorrió el
follaje. Un sollozo menudo comenzó a fluir de las alburas, impregnando el aire
de un aroma triste.
Las lianas gritaban, enardecidas.
Los arbustos, engalanados para sus próximas bodas, lamentaban la pérdida
inminente de las compañeras. Y los árboles añosos guardaban silencio.
Los animales corren, saltan, se
escabullen entre las matas. Por aquí, por allá, pronto, que ya se acercan. Las
aves, despavoridas, piden refugio a la distancia.
Año tras año
tenemos que aguantarlos, protesta un lapacho amarillo. Nos despojan de nuestros
amigos, se queja el timbó, vertiendo un agua espesa. Nos arrebatan la sombra,
se rebela un tarumá. Desbaratan las colmenas. Ultrajan el perfume. Silencian el
murmullo que nos habita.
El campamento cobra vida. Cuatro
estacas y un cuero sobre el envarillado precario, algo de paja y palmas, es todo el
resguardo contra la susurrante vitalidad del monte.
El vientre de los
montes es la gran matriz del universo. En él muere y renace la vida, el
incomprendido lenguaje de la naturaleza, medita un cedro en voz alta.
Aquella noche hubo un concilio en la
floresta. Escogidos los ejemplares de buen fuste; condenada, con la incisión
precisa, la resina aromática de los más vigorosos, todos sabían que a la mañana
siguiente, sin reparos en la floración o en el albergue que otorgaban a los
pájaros, comenzaría la tala.
Agobiados por tamaña indiferencia, y
por la fatiga de rebrotar para morir sin tregua, los árboles conjeturaron el
camino a seguir. Se acabó la paciencia, la estoica conformidad, el duelo
después de la mutilación y
del abandono. No estaban dispuestos a dejarse avasallar una vez más, aunque sí
resueltos a impedir que el filo del invasor los volteara.
Se irían para siempre. Por rigurosa
votación se decidió la partida. ¿Pero adónde?, preguntaban los retoños sin
experiencia. A un lugar donde no nos destruyan, respondían, resignados, los
ancianos.
Luego de mucho discutir, se pusieron
de acuerdo sobre los pormenores de la fuga.
No era cosa de
trasladar su pena mudando de paraje simplemente, olvidándose de florecer a fin
de pasar inadvertidos. No era justo exigir a los pájaros que no cantaran o a
las comadrejas que abandonasen sus guaridas, como tampoco podían negarles
refugio a los coatís solitarios
contra los disparos del predador.
Ocultarse era imposible. Ningún
sitio escapa a la rapiña de los hombres, confirmaron los más altos desde sus
copas lejanas. Adonde fuesen, estarían a la vista como pilares verdecidos.
Las deliberaciones
se tornaron intrincadas. ¿Qué alternativa tenían? Ninguna. Antes de amanecer
desprenderían sus raíces partiendo, para siempre, con las bestias.
No fue fácil acordar los detalles.
Algunos árboles cobijaban familias enteras que se negaban al traslado; otros
pretextaron la pesada carga de sus frutos, y la mayoría temía que se le cayeran
los nidos de los brazos. Finalmente, se decidió que esa noche, no bien saliera
la luna, el monte entero escaparía hacia la altura, dejando al hombre huérfano
de fronda.
Cuando se dio la señal, levantaron
las ramas como si hubieran sido alas y, a la voz de libertad, ascendieron hacia
el cielo, isla enorme de savia y de sombra.
Grande fue su
estupor al comprobar el desatino de las aves, el escape precipitado de los
lagartos, los aullidos de los zorros rojos, el fúnebre graznido del urutaú. Los
animales se fueron resbalando hacia las fosas que quedaron, mientras ellos remontaban
vuelo, sin posibilidad de detenerlos.
Llegaron, por fin, a una región
exenta de amenazas, desde donde observaron el mundo suspendido, como un ojo
vacío del universo.
¡Oh sorpresa! Los animales iban
cayendo en la congoja. Los hombres, sentenciados a vivir sin sombra,
deambulaban por los páramos, y
las nubes, sin el llamado del follaje, retenían los aguaceros, mientras se
agrietaba la tierra como una fruta sin pulpa.
No se llevaron
consigo un picaflor, una colmena, una serpiente. Todos permanecieron abajo para
extrañar su ausencia.
A la vista de aquella desolación, y
arrepentidos de las consecuencias de su fuga, los árboles decidieron volver.
Desilusión. Anclados en el cielo, impedidos del más leve movimiento,
presenciaron la claudicación de las especies.
Una mañana, algo extraño aconteció.
Mirando el erial en que se había convertido su antiguo asentamiento,
entreabrieron los troncos y, desde el corazón que esconde la médula olorosa,
fluyó una tupida lluvia de semillas, que lentamente
fue cubriendo los campos desmochados.
Al verlas, desvalidas sobre tanta
aridez, se pusieron a llorar, hasta que el sol hizo germinar nuevamente la
vida.
Tarea
a. Después de realizar una lectura atenta, imagina tu bosque ideal y descríbelo usando figuras literarias.
Renée Ferrer de
Arréllaga (paraguaya)