domingo, 5 de mayo de 2013

La rebelión de los montes


Los árboles se despertaron antes que el sol sacara los brazos del horizonte. Ni el canto del corochiré, ni las corridas del venado, ni las cosquillas del rocío en las nervaduras de las hojas, fueron la causa. Tampoco las disputas de los loros o la acechanza del cazador: algo más siniestro se cernía sobre la calma del monte.
  Con los ojos chorreando sueño escucharon el tronar de los motores, como un presagio de malos tiempos. Los golpes iniciales, liberando la leche de las cortezas, provocaron la alarma del palo santo y la indignación de los coronillos. Nuevamente estaban allí, los hombres.
     Un estremecimiento recorrió el follaje. Un sollozo menudo comenzó a fluir de las alburas, impregnando el aire de un aroma triste. 
     Las lianas gritaban, enardecidas. Los arbustos, engalanados para sus próximas bodas, lamentaban la pérdida inminente de las compañeras. Y los árboles añosos guardaban silencio.
     Los animales corren, saltan, se escabullen entre las matas. Por aquí, por allá, pronto, que ya se acercan. Las aves, despavoridas, piden refugio a la distancia.
 Año tras año tenemos que aguantarlos, protesta un lapacho amarillo. Nos despojan de nuestros amigos, se queja el timbó, vertiendo un agua espesa. Nos arrebatan la sombra, se rebela un tarumá. Desbaratan las colmenas. Ultrajan el perfume. Silencian el murmullo que nos habita.
     El campamento cobra vida. Cuatro estacas y un cuero sobre el envarillado precario, algo de paja y palmas, es todo el resguardo contra la susurrante vitalidad del monte.
El vientre de los montes es la gran matriz del universo. En él muere y renace la vida, el incomprendido lenguaje de la naturaleza, medita un cedro en voz alta.
     Aquella noche hubo un concilio en la floresta. Escogidos los ejemplares de buen fuste; condenada, con la incisión precisa, la resina aromática de los más vigorosos, todos sabían que a la mañana siguiente, sin reparos en la floración o en el albergue que otorgaban a los pájaros, comenzaría la tala.
     Agobiados por tamaña indiferencia, y por la fatiga de rebrotar para morir sin tregua, los árboles conjeturaron el camino a seguir. Se acabó la paciencia, la estoica conformidad, el duelo después de  la mutilación y del abandono. No estaban dispuestos a dejarse avasallar una vez más, aunque sí resueltos a impedir que el filo del invasor los volteara.
     Se irían para siempre. Por rigurosa votación se decidió la partida. ¿Pero adónde?, preguntaban los retoños sin experiencia. A un lugar donde no nos destruyan, respondían, resignados, los ancianos.
     Luego de mucho discutir, se pusieron de acuerdo sobre los pormenores de la fuga.
No era cosa de trasladar su pena mudando de paraje simplemente, olvidándose de florecer a fin de pasar inadvertidos. No era justo exigir a los pájaros que no cantaran o a las comadrejas que abandonasen sus guaridas, como tampoco podían negarles refugio a los coatís solitarios contra los disparos del predador.
     Ocultarse era imposible. Ningún sitio escapa a la rapiña de los hombres, confirmaron los más altos desde sus copas lejanas. Adonde fuesen, estarían a la vista como pilares verdecidos.
Las deliberaciones se tornaron intrincadas. ¿Qué alternativa tenían? Ninguna. Antes de amanecer desprenderían sus raíces partiendo, para siempre, con las bestias.
     No fue fácil acordar los detalles. Algunos árboles cobijaban familias enteras que se negaban al traslado; otros pretextaron la pesada carga de sus frutos, y la mayoría temía que se le cayeran los nidos de los brazos. Finalmente, se decidió que esa noche, no bien saliera la luna, el monte entero escaparía hacia la altura, dejando al hombre huérfano de fronda. 
     Cuando se dio la señal, levantaron las ramas como si hubieran sido alas y, a la voz de libertad, ascendieron hacia el cielo, isla enorme de savia y de sombra.
Grande fue su estupor al comprobar el desatino de las aves, el escape precipitado de los lagartos, los aullidos de los zorros rojos, el fúnebre graznido del urutaú. Los animales se fueron resbalando hacia las fosas que quedaron, mientras ellos remontaban vuelo, sin posibilidad de detenerlos.
     Llegaron, por fin, a una región exenta de amenazas, desde donde observaron el mundo suspendido, como un ojo vacío del universo.
     ¡Oh sorpresa! Los animales iban cayendo en la congoja. Los hombres, sentenciados a vivir sin sombra, deambulaban por los páramos, y las nubes, sin el llamado del follaje, retenían los aguaceros, mientras se agrietaba la tierra como una fruta sin pulpa.
No se llevaron consigo un picaflor, una colmena, una serpiente. Todos permanecieron abajo para extrañar su ausencia.
     A la vista de aquella desolación, y arrepentidos de las consecuencias de su fuga, los árboles decidieron volver. Desilusión. Anclados en el cielo, impedidos del más leve movimiento, presenciaron la claudicación de las especies.
     Una mañana, algo extraño aconteció. Mirando el erial en que se había convertido su antiguo asentamiento, entreabrieron los troncos y, desde el corazón que esconde la médula olorosa, fluyó una tupida lluvia de semillas, que  lentamente fue cubriendo los campos desmochados.
     Al verlas, desvalidas sobre tanta aridez, se pusieron a llorar, hasta que el sol hizo germinar nuevamente la vida.
Tarea
a. Después de realizar una lectura atenta, imagina tu bosque ideal y descríbelo usando figuras literarias.

Renée Ferrer de Arréllaga (paraguaya)